A veces nos encontramos con que hemos vivido situaciones muy difíciles, que nos han marcado nuestra vida y que, inevitablemente han condicionado nuestra historia y la persona que somos a día de hoy.
Y además de la dificultad de la situación, nos encontramos con que no teníamos herramientas para poder gestionarla y no fuimos acompañadas como hubiéramos necesitado.
Por eso, a veces no sólo fue lo que nos pasó. Fue cómo lo vivimos.
La soledad o el miedo que pudiste sentir.
La culpa que apareció en ese momento y que nadie te dijo que no era tuya.
El enfado que nadie te validó.
Te pongo un ejemplo: Imagina una niña que sufrió bullying en el colegio.
Si ante la dureza de esa situación, esa niña tiene apoyo por parte de sus profesores, de sus padres, de su familia… No lo vivirá de la misma manera que si no lo tiene y se ve sin herramientas para gestionarlo y encima sola.
Cuando nos vemos sin recursos, no tenemos más remedio que gestionar la situación como buenamente podemos. Vamos poco a poco creando mecanismos de defensa que nos sirven literalmente para sobrevivir y nos «protegen» de la situación que estamos sufriendo.
Lo que ocurre es que, esos mecanismos protectores que un día nos sirvieron, se van quedando con nosotras, se van prolongando hasta la persona que somos a día de hoy, y quizás, esos mecanismos sirvieron mucho a la niña que fuimos, pero ahora no son nada funcionales para la adulta que somos, y, pueden llevar a hacernos daño.
Si por ejemplo, tuve que aprender a hacerme la fuerte y no llorar cuando me hacían daño en el colegio, puede que eso me ayudara a sobrevivir en ese momento, pero ahora, de adulta, el hacerme continuamente la fuerte y esconder mi vulnerabilidad me hace cargarme con muchas cosas y no saber pedir ayuda, por lo que me está haciendo daño.
Por eso, es fundamental revisar nuestra historia, entender lo que nos pasó y poder dar voz a aquella niña que un día no se sintió acompañada, para poder abrazarla, validarla y acompañarla desde la adulta que a día de hoy somos.